Por Antonio Adeliño Vélez | Diciembre 23, 2018 - 1:14 am - Publicado en Cultura

Antigua Cocina de Leña

Antigua Cocina de Leña

Antonio Adeliño Vélez. Seguramente cualquier tiempo pasado fue mejor, porque hubo una época en que lo material tenía otro valor, quizás porque las carencias eran muchas y los sentimientos adquirían una dimensión desconocida para los tiempos actuales. Entremos en el mundo de las emociones de la mano de un relato que comienza así:

Estaban los dos ancianos en su casita del callejón. Caía la tarde con sus horas perezosas del mes de diciembre. Permanecían sentados alrededor de la lumbre del fogón.

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Argimiro y Teófila

Argimiro y Teófila

Él, de vez en cuando, removía los troncos con el atizador, y una multitud de chispas saltaban de la pequeña hoguera y quedaban atrapadas por la gruesa capa de hollín depositado en la campana de la chimenea.

Permanecían así, quietecitos, el uno frente al otro, separados por el embrujo de las llamas caprichosas y juguetonas. Pasaban las horas así, parados, mirándose pero sin verse; más bien se imaginaban. Las llamas trazaban dibujos de fuego, y ellos alargaban las manos para atrapar el calor de las brasas. El ruido de la lumbre y el silencio del humo, eran los únicos convidados que rompían la quietud de su humilde morada.

Un calendario de una casa comercial, ponía una nota de color en aquella estancia. De la pared, colgaba una de las mujeres morenas, surgidas de los pinceles de Julio Romero de Torres. Miraba él hacia el cuadro y contemplaba la hermosa cara agarena del retrato. Miraba ella y veía las manos delicadas de la muchacha, frescas y llenas de vida. Miraba él, al calendario y recorría las fechas. El 24 estaba muy próximo, la Nochebuena estaba al caer.

Contemplaba a su esposa. La quería y la apreciaba tanto, que más de una lágrima se hacía la valiente por no asomarse y deslizarse por la ventanilla de sus ojos. Es mi esposa y la quiero. ¿Cómo podría expresárselo?, se preguntaba una y otra vez, meditando muy dentro. Tengo que hacerle un regalo singular. Sí, sí; no puede ser como antaño, cuando éramos novios y jóvenes: El mantón, el anillo, el pañuelo, los pendientes, el perfume…

De vez en cuando, ella se acariciaba el cabello con las manos. Las ideas se agolpaban en su cabeza. Allí frente a ella, estaba su marido; su gran amor. Por el rabillo del ojo le observaba cuando giraba, una y otra vez, sus ojos hacia el calendario. ¿Qué estaría mirando? ¿La moza pintada al óleo o la fecha en colorado? La Navidad se acercaba, ahí estaba el 25 pintado en rojo amapola. Sí, le quería, y su amor había aumentado con el paso lento de los años. Hacía tiempo que no le sorprendía con un regalo. En la Pascua le podía desconcertar con un obsequio que él apreciase de verdad.

La penumbra envolvía todo. La llama del candil era testimonial y la luz de la lumbre iluminaba algo más la sala. No necesitaban claridad, sobraba casi todo, salvo el calor amigo y acogedor del hogar. Y es que los ancianos seguían meditando, pensando el uno en el otro.

Hacía ya varios días que sin saber por qué, él no bebía vino en las comidas. Ella lo sabía, pero dudó en preguntar, y prefirió no hacerlo. Era mejor callar que herir la sensibilidad de un ser querido. Tampoco iba a la bodega para traer su jarro diario de vino. ¿A ver si a este hombre le pasa algo? Se preguntaba. Pero no podía estar mal, no había síntomas de enfermedad. ¿Se le habrá acabado el vino? No, no podía ser. Eso no era. Y en el silencio llegó la respuesta. Una mirada al vasar le dio la clave, allí había algo raro, era algo que no estaba. ¡Oh Dios!, falta el porrón. El porrón no estaba en el vasar. ¡Santo Dios!, su marido no tenía porrón. Por eso no bebía vino en las comidas y por eso no acudía diariamente a la bodega con su jarro.

Pucheros en la lumbre

Pucheros en la lumbre

Él siempre decía que el beber a porrón, era beber de ley. Disfrutaba saboreando la caída de chorrito que producía cosquillas al paladar y refrescaba la boca. Eso de beber en vaso es otra cosa, demasiado líquido malgastado; tanto vino para saborear que la boca se queda como borracha, y ni se apreciaba el gusto, ni refrescaba como era debido. Se bebe más de golpe y el trago no es tan limpio y oxigenado como el chorrito del porrón. Y terminaba su razonamiento diciendo, que la vida es lo más parecido a un trago largo y lento, de sabor redondo, como el vino en porrón.

Nada le dijo a ella, quizás se le fue de las manos, o tropezó sin querer con él, o se le esbaró al echar el vino del jarro. No había dicho nada. A lo mejor estaba avergonzado. Bueno, se dijo, pues ya está; le compraré sin que lo sepa, un nuevo porrón. Será el regalo de Pascua. Sí, ya lo tengo, le compraré el mejor porrón que haya. Seguro que no se lo espera.

Volvió él la mirada a su mujer que parecía que estuviera ausente, aunque alguna vez tosía. Al preguntarla, solía decir que tenía cogida la garganta, de ahí la carraspera para aclararse la voz. El caso es que tenía una voz preciosa, clarita, casi transparente. Él estaba orgulloso. Siempre había sobresalido en el coro de la Iglesia. En las celebraciones solemnes, su voz de solista parecía subir a lo más alto y disfrutaba imaginando que los ángeles enmudecían para escuchar su melodía. Eso pasaba en San Juan, el día grande de la fiesta, cuando sólo quedaba su voz cantando “el Gloria”, o en la ermita de la Virgen, cuando salía “la Salve” a dos voces, y también en las bodegas, donde su voz bordaba las mejores jotas o las coplas más populares.

Esa voz tan dulce, tenía que ser cuidada y mimada. Y es que, cuando salía a la calle, con las prisas no se abrigaba y el invierno es traicionero. ¡Eso es!, se dijo; podía valer, sí señor. Le regalaría una bufanda para abrigar el cuello, para proteger su garganta, para cuidar su voz. ¿Cómo lo haría? ¡Ya lo tengo! pensó, compraría unas madejas de lana, color granate. Claro que le gustará. Ella teje y hace punto tan bien como canta. Todos los jerséis, los calcetines y los gorros, habían salido de sus manos. Estaba decidido, su regalo de Pascua sería, unas madejas de lana para una bufanda colorada. Ella se lo merece, su señora era tan buena… Sí, le daría una sorpresa.

Llegaba la noche y las llamas seguían alumbrando la acogedora estancia. Permanecían los dos frente a frente, y tan juntitos que podían tocarse. El humo también se hacía presente, y a ratos envolvía el recinto, para después ascender por la chimenea hacia el cielo estrellado. Seguía pensando él, en las madejas color granate que le recordaban la luz del crepúsculo, cuando el sol declina. Pero, apenas disponía de unos pocos ahorros y no podía permitirse tirar el dinero. Lo más importante era el día a día. Pero… ya lo tenía. Sí, vendería el vino de la bodega y con lo que sacase, compraría las madejas al buhonero que viene de La Sierra. Le costaba desprenderse de su vino; pero, para qué lo quería, si no tenía porrón. Para él, beber vino sin porrón, no merecía la pena, por buen vino que este fuera. Además, compraría el mejor regalo para su esposa. Sí, compraría lana de calidad, pura lana virgen del mejor fabricante. Estaría atento a la llegada del carromato con toldo azul del buhonero. Esperaría, sin que ella se enterase, a la entrada del pueblo en la cuesta de Santa María, cerca de la bodega. Allí formalizarían el trato: dos cántaras, una cuartilla y media azumbre, que cabe en el odre de cuero, por las madejas de lana necesaria para tejer una bufanda ancha y larga, con flecos deshilachados en los extremos.

Aumentaba el calor en la estancia y disminuía la claridad. La leña ya no crepitaba y se había convertido en rescoldos. Los dos ancianos seguían, quietitos, sin hablar, ensimismados en sus pensamientos, mirándose como a escondidas y alargando de vez en cuando, los brazos para sentir en las manos el calor de las ascuas. No podemos gastar mucho, se decía ella. Los ahorros ni tocarlos. A mitad de semana, vendría el cacharrero de La Ribera. Se acercaría a la puerta de San Juan, con sus agujas de tejer, sin que su marido se enterase. Se quedaría sin sus apreciadas agujas, por conseguir un porrón para su marido. Se las cambiaría al cacharrero. Sí, un trueque. Las agujas a cambio de un porrón. Harto le costaba desprenderse de ellas, pero el regalo era lo más importante.

Sopas de Ajo en Cazuela de Barro

Sopas de Ajo en Cazuela de Barro

Llegó el día 24. Como es la mejor noche, la llaman “buena” en todo el mundo. Ellos prepararon su cena. Una cena especial, exquisita y sencilla. Avivó él, los troncos de encina por iluminar mejor la cocina. Hoy además del candil, lucían dos velas sobre la mesa. El primer plato se componía de unas sopas de ajo, bien preparadas y servidas en cazuelas de barro, con una tostada y unas lonchitas finas de jamón. Y es que ella, tenía mano, las arreglaba como nadie. Después serviría el pollo asado, un manjar que se reservaba para las grandes ocasiones, y la noche era especial y ellos se lo merecían. Luego venían unas castañas cocidas con anises y una naranja endulzada con un poquito de azúcar. Bebían agua, una pena en esta noche, pero él no tenía porrón. Al final partieron dos trocitos de turrón, que para ellos estaba demasiado duro; y para terminar alzaron sus vasos, se miraron, y se regalaron los obsequios elegidos.

Abrió primero él una caja de cartón y en sus manos apareció un porrón casi transparente. Quitó ella, el papel que envolvía las madejas encarnadas y sus palmas, acariciaban la suavidad de los hilos de pura lana virgen. Sus miradas se encontraron, se sonrieron y se besaron con cariño, mientras aparecía en sus rostros unas sonrisas de complicidad. Ahora él tenía un porrón nuevo, pero carecía de vino para llenarlo; aunque su mujer no sabía nada. Y ella disponía de lana suficiente para hacerse una buena bufanda y protegerse del frío invernal, pero se había desprendido de las agujas con que tejerla; aunque su marido lo ignoraba.


Este articulo fue publicado el 23 Diciembre 23Europe/Madrid 2018 a las 1:14 am y esta archivado en Cultura. Puedes suscribirte a los comentarios en el RSS 2.0 feed. Puedes escribir un comentario, o hacer trackback desde tu propia web.

5 Comentarios

  1. Diciembre 23, 2018 @ 12:16 pm


    En estas Navidades laicas de hoy en día, también cabe un cuento emotivo que refleje el espíritu navideño. Gracias a la revista y al escritor, y Feliz Navidad a los lectores. Por cierto el dibujo es extraordinario.

    Escrito por Fermín
  2. Diciembre 23, 2018 @ 7:31 pm


    Muy lindo cuento que intenta, y lo logra, inspirar valores. Está escrito de manera muy sencilla tiene gran valor debido no solo a un contenido moral sino también por la magnífica forma en la que nos permite reflexionar sobre lo que realmente importa en la vida…. el AMOR.

    Escrito por ASCarrasco
  3. Diciembre 24, 2018 @ 9:26 am


    Pascua 2019

    Escrito por Pedro Félix
  4. Diciembre 24, 2018 @ 10:45 am


    Este dibujante no nos ha dejedo disfrutar del relato y de su buen sabor de boca (como el vino en porrón). Al menos podría haber titulado su viñeta: “Unas Pascuas después”. Se nota que es también viejito (y calvo). Aunque hay que reconoce que el menaje es perfecto, a pesar del triste desenlace.

    Escrito por Fermín
  5. Diciembre 24, 2018 @ 11:18 am


    La secuencia entre ambas viñetas refleja la pura y dura realidad, pero reconozco que, al menos en esta ocasión, sí debería haber sido yo un poco más benévolo y haber consentido que el plazo entre viñetas hubiera sido algo más largo. En eso tienes razón Fermín. No te la doy en el supuesto buien sabor del vino del porrón al que haces referencia. En mi segunda viñeta el porrón está vacío, el otro taburete desocupado, el fuego del hogar apagado,… La cruda y dura realidad, repito. Son estas unas fechas que a muchos aportan melancolía; mucha melancolía.

    Escrito por Pedro Félix

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