Por Antonio Adeliño Vélez | Febrero 28, 2011 - 8:28 am - Publicado en Gente nuestra

Antonio Adeliño Vélez. En un momento de la historia cambió el calendario lunar por el solar. El impulsor definitivo de este acontecimiento fue Julio Cesar, militar y estadista romano, que fue asesinado en las fiestas “lupercales” de año 44 a. de C., celebradas el 15 de marzo.

Con la reforma, el año pasaba a comenzar el día 1 de enero, y no el primer día de marzo.

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La medida tuvo éxito desde el punto de vista administrativo, pero no en lo popular. El pueblo siguió celebrando el inicio de la primavera, cantando “las martiae” para pregonar la llegada del buen tiempo, y celebrando “las lupercales” en honor de las deidades agrícolas que despertaban del sueño invernal.

Esta tradición bimilenaria que tiene su origen en las dos fiestas populares citadas, se sigue conservando en muchos pueblos de La Ribera burgalesa; aunque haya que salir a cantar bien abrigados por aquello de no quitarse el sayo, hasta el cuarenta de mayo.

Pero en nuestro entorno cultural las marzas no eran un canto de bienvenida a la primavera, sino más bien el rito cumbre de iniciación a la mocedad. Los mozos, solteros de entre 15 y 30 años, eran los protagonistas de la fiesta. Antes de cumplir los 16 años se llegaba a la categoría de mozo, y eran recibidos en la hermandad, previo pago de una cuota que era conocida con los nombres de quintada, patente, cuartilla o peseta. El canto de las marzas y la merienda posterior constituía el rito iniciático para los recién incorporados.

Las marzas fueron languideciendo con la llegada de la modernidad al mundo rural en que nacieron, y también por causa de una despoblación galopante que mermó las cuadrillas de mozos, hasta reducirlas a su mínima expresión.

Pero a partir de la década de los ochenta, resurgió de sus cenizas la vieja tradición y se formaron nuevas cuadrillas de marzantes, constituidas por más mayores que jóvenes, que se reúnen el último día de febrero para recibir al mes de marzo cantando unas coplas de preciada solera.

Las estrofas de la canción son de contenido muy parecido en todos los pueblos, aunque se suelen introducir matices propios y singulares de cada lugar. En esencia se trata de un canto de ronda y petición que ejecutan dos coros, donde se comienza cantando (con permiso del señor Alcalde) las excelencias y tareas de distintos meses del año; se continúa con alguna estrofa que ensalza y alaba los encantos femeninos, y se termina pidiendo algún presente a los vecinos.

Antaño la fiesta concluía el día siguiente con una merienda colectiva de los mozos, donde se daba buena cuenta del tocino, chorizo, huevos, escabeche, etc, con que el vecindario, había recompensado el acierto musical de los jóvenes. Ogaño se degustan pastas con café y aguardiente, para entonar el cuerpo de los dos coros de sufridos marzantes que superando las frías temperaturas de la noche invernal, han cantado con voz alta y clara, las distintas estrofas de la serenata.

No debemos perder las tradiciones, porque son las señas de identidad de nuestros pueblos y los elementos de unión de sus vecinos. Por inercia hemos incorporado los peores vicios del progreso, asumiendo modas y usos banales o triviales, y hemos ido apartando lo propio, por considerarlo rancio, aldeano y pueblerino; despojando a nuestros pueblos de sus notas de identidad, de sus costumbres ancestrales, y de sus ritos festivos.


Este articulo fue publicado el 28 Febrero 28Europe/Madrid 2011 a las 8:28 am y esta archivado en Gente nuestra. Puedes suscribirte a los comentarios en el RSS 2.0 feed. Puedes escribir un comentario, o hacer trackback desde tu propia web.

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