Por Antonio Adeliño Vélez | Marzo 27, 2021 - 1:12 am - Publicado en Cultura

Imagen de la película “La Pasión de Cristo”

Imágenes de la película “La Pasión de Cristo”

Antonio Adeliño Vélez. Saben nuestros lectores que la Semana Santa comienza el Domingo de Ramos y que ese día se lee en la misa, el relato evangélico de la pasión del Señor. Pues bien, este año se están leyendo en la liturgia de la Iglesia Católica, las lecturas evangélicas del ciclo B, que corresponden al evangelista san Marcos.

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San Marcos era jovencito cuando aconteció la dramática crucifixión y muerte de Jesucristo. La tradición eclesiástica le sitúa en el Huerto de los Olivos, cuando Jesús es apresado y abandonado por los discípulos que se dan a la fuga. El adolescente Marcos sigue al cortejo, embozado en una sábana, pero cuando trataron de echarle mano, salió corriendo desnudo.

La finalidad del Evangelio de san Marcos, es mostrar que Jesús es el Hijo de Dios, por lo que ante la pregunta que se hacen los discípulos: ¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?, o la de sus paisanos: ¿No es este el carpintero, el hijo de María?; ofrece la respuesta en tres escenas de revelación. La primera acontece en el bautismo del río Jordán, donde una voz del cielo afirma: “Tú eres mi hijo amado”. (Mc. 1,11). La segunda ocurre en el monte Tabor en el suceso de la transfiguración, cuando se escucha desde una nube: “Este es mi Hijo amado, escuchadle”. (Mc. 9,7). Y la tercera es la más rotunda, por ser la confesión de un centurión romano y pagano, que extrañado de las circunstancias que rodean la crucifixión del Gólgota, afirma: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios“. (Mc. 15, 39).

El evangelista se dirige a comunidades cuyos miembros proceden del paganismo y a cristianos que vacilan ante las persecuciones que están sufriendo, por lo que debe proclamar con toda contundencia lo que el centurión pagano declaró en la tarde tormentosa del Calvario, que Jesús es Hijo de Dios. Una confesión que suponía arriesgar la vida, y no era ninguna broma, creer en Jesucristo, Hijo de Dios (El Mesías) que murió y resucitó por salvar al género humano.

El narrador afronta el relato de la muerte de Jesucristo, sin atenuar el drama de la pasión y el escándalo de la cruz, un suplicio reservado a los peores criminales. Seguramente pretende suscitar en su auditorio una reflexión trascendental: Si confesamos que Jesús es hijo de Dios nos costará la vida, pero resucitaremos con Él.

Quizás la reiterada lectura de la pasión del Señor, nos haya anestesiado ante la brusquedad del relato y ante la despiadada brutalidad con que actúan los personajes que aparecen; pero nos enfrentamos a un escenario de angustia, soledad, desprecio y traiciones, difícilmente comparable con otro acontecimiento histórico.

Probablemente el camino al Calvario sea su mayor exponente, pues vemos a un hombre inocente, masacrado a latigazos que avanza en soledad, abandonado de todos y en silencio. Pero este no es el único episodio dramático de esta historia.

El drama comienza con la conspiración de las autoridades judías que traman un complot para detener y eliminar a Jesús, sin que hubiera cometido delito alguno. La aristocracia judía, veía peligrar sus privilegios con la predicación de este profeta, al que el pueblo llano veía como el Mesías esperado (el Hijo de Dios). Por eso se alegraron de que entre sus discípulos, hubiera un traidor que les facilitara el arresto con nocturnidad para que nadie se enterara de la felonía.

Otro momento de angustia, soledad y abandono, se produce en el huerto del monte de los Olivos. Ya durante el camino, anuncia a sus discípulos la deserción de todos y la traición de Pedro, pero llegados a Getsemaní, la humanidad de Dios se derrumba. El miedo a la muerte que se avecina le atenaza, y la angustia traspasa su alma hasta suplicar que se suspenda aquella misión (la redención). Pero había llegado la hora y el Hijo del Hombre (el Mesías), es traicionado por uno de sus discípulos, que con un beso, entrega al Maestro al tropel de gente armada que había venido a detenerle, mientras que los otros discípulos huyen del lugar y le abandonan a su suerte. Entre los fugados, se hallaba el joven Marcos. (Mc. 14, 51).

Brutalidad y malas artes vemos también en el proceso o enjuiciamiento judío. Los judíos tenían cierta autonomía para juzgar algunos delitos, aunque la imposición de la pena de muerte estaba reservada al emperador, cuyo delegado era el gobernador del territorio. Las acusaciones no eran consistentes e incluso hubo testimonios falsos, sin que Jesús se defendiera de las acusaciones. Ante este silencio, le preguntó el sumo sacerdote: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Y Jesús dijo: Yo soy (Yavé). Obsérvese que el sumo sacerdote para evitar pronunciar el nombre de Dios (Yavé), por el que se tenía un enorme temor y respeto, dice el Bendito. Así que se pueden imaginar el asombro que produjo aquella afirmación en el Sanedrín, el consejo nacional y religioso judío. Tal atrevimiento era inaudito y tal blasfemia, suponía su sentencia de muerte.

El silencio de Jesús es todavía más atronador en el proceso romano. No responde a ninguna de las acusaciones y solo reconoce ante el gobernador que es rey de los judíos. Poncio Pilatos trata de evitar la condena a muerte con el castigo de la flagelación, al que pocos sobrevivían, y propone a los acusadores el indulto del preso. Pero la plebe pide el indulto de un revoltoso llamado Barrabás y la crucifixión de Jesús. Así que se lo entregó para que lo crucificaran, previa mofa y escarnio de la soldadesca que le coronaron como rey, con un trenzado de ramas espinosas.

Todos estos elementos dramáticos se recrudecen en la escena del Calvario. La soledad y el abandono que siente, es total; pues no hay ninguna mujer, ni discípulo alguno al pie de la cruz como en otros evangelios. Son numerosas las burlas e injurias de transeúntes que se mofan de él sin piedad. Y el abatimiento que siente Jesús, por haber sido humillado hasta lo indecible siendo inocente, se expresa en su grito postrero: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Será entonces cuando el centurión romano, viendo de qué manera espiraba, exclamó: ¡Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios!

Sólo un soldado romano, que había presenciado varias ejecuciones por crucifixión y que sabía que aquel suplicio era el más degradante y atroz que existía, podía afirmar que aquella persona era más que humana, ante la manera resignada de afrontar la muerte en cruz.


Este articulo fue publicado el 27 Marzo 27Europe/Madrid 2021 a las 1:12 am y esta archivado en Cultura. Puedes suscribirte a los comentarios en el RSS 2.0 feed. Puedes escribir un comentario, o hacer trackback desde tu propia web.

1 Comentario

  1. Marzo 27, 2021 @ 9:34 am


    Una reflexión muy interesante al comienzo de la Semana Santa. ¡Uf!, veo que no fue ninguna broma pesada la crucifisión de Jesucristo. Tan bonito como le pintan en las estampas, y en qué piltrafa humana lo dejaron hecho.

    Escrito por Fermín

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